
¿Quién no se ha enfrentado a lo largo de su vida a una entrevista de trabajo (¡Y a un primer día de trabajo!), a una reunión importante, a una primera cita, etc?
Lo cierto es que en un momento u otro, nos hemos visto, o nos veremos, en una situación en la que no tenemos del todo claras las posibles consecuencias. Esto nos puede inquietar a unos más que a otros, como también nos puede hacer “fantasear” con mil posibles resultados de cómo pueden ir finalmente las cosas.
Aquí es donde entran en juego las expectativas, esas grandes aliadas… ¡O enemigas! Todo depende del uso que hagamos de ellas.
Pongamos un ejemplo:
“Si un alumno se ha esforzado en estudiar para un examen y su aspiración mínima en cuanto a nota es de un 8 para arriba, muy probablemente una nota como un 6 o un 7 pueden suponer una decepción, e incluso la idea de fracaso.”
¿Por qué?
Porque no contempló la posibilidad de que, por causas imprevistas (demasiados nervios, preguntas inesperadas, falta de atención,…) el resultado pudiera ser más bajo.
¿Crees que le habría afectado tanto un 6 si se hubiera planteado unas consecuencias más negativas y la posibilidad, por ejemplo, de un 5 raspado?
¿Y si en lugar de idear unas consecuencias mínimamente buenas y fantasear con la idea de que todo irá bien, nos paráramos a pensar (con más o menos detalle y en términos realistas) en qué sería lo peor que podría pasar? ¿Sería tan terrible?
Piensa en ello…
Puede que de esta manera nos ahorremos, al menos, el factor sorpresa…