
Sabemos que la tristeza es una emoción más, y todos, desde bien pequeños, la hemos experimentado, con mayor o menos frecuencia y con mayor o menor intensidad. También sabemos que es desagradable, como un invitado indeseado, no nos gusta que su presencia se alargue por mucho tiempo y hacemos todo lo posible porque se vaya.
Aún así, en muchos casos es complicado librarse de ella. Sobretodo porque cuando no encontramos «tristones», solo nos vienen recuerdos tristes a la memoria y el cuerpo solo nos pide escuchar música triste, ver películas tristes, hablar de temas tristes, etc. Y, parece ser, que cuánto más luchamos por salir de este estado, más nos aferramos a él. Tanto nosotros como nuestro entorno, con toda la buena intención del mundo, intenta animarnos: “va, cambia esa cara”, “sal, despeja”, “¡Haz cosas!»… y, cuanto más nos forzamos a esta felicidad impuesta, intentando enterrar lo que realmente sentimos, más nos hundimos. ¡Y cómo para no hacerlo! No hay nada más deprimente que no poder disfrutar de algo con lo que deberíamos disfrutar.
En ese caso… ¿vale la pena ignorarla? La tristeza nos hace humanos, es una emoción más de nuestro repertorio. Ha dado lugar a grandes canciones y poemas y, por tanto, a encumbrar a los artistas que hay detrás (a ellos les ha salido rentable). Por tanto, ante determinadas situaciones vitales debe aparecer, es necesario que lo haga, de forma natural, como señal de que aquello no es bueno, y de que, sí, estamos vivos.
Si no nos permitimos sufrir, no descubriremos del todo el motivo de dicha tristeza. Lo que nos impide recabar información, crecer, madurar y, en muchos casos, evitar tropezar con la misma piedra en un futuro. Así que, respondiendo al título: lo que nos queda es sentir la tristeza, aceptarla, ya que, al igual que la felicidad, va y viene, por lo que tampoco es posible que ésta última aparezca por mucho que la busques, ni tampoco que la pena se vaya por mucho que la ignores. De hecho, cuánto más busques la felicidad, menos la encontrarás, más frustrado te sentirás y, por lo tanto, más triste.
Te recomiendo que si estás pasando por una situación complicada y la pena se apodera de ti, dediques un tiempo al día a entregarte a esta tristeza, a invitarle a pasar, mirarle a los ojos, analizarla, tomar un café con ella y que te explique qué le trae por aquí. Es probable que hasta que no lo hagas, y, por el contrario, le cierres la puerta mientras buscas incansablemente la felicidad (tal y como dictan tu agenda o tu taza de desayuno), la tristeza permanezca al otro lado a la espera de que le dediques ese tiempo y, con toda la paciencia del mundo, seguirá ahí hasta que aceptes su compañía.